Reconozco que lo grotesco a veces me fascina. Siempre se muestra como es, sin remilgos, se mofa de la cordialidad. Es provocador, rompe córneas y tabúes.
Lo grotesco es exhibicionista y adora el espectáculo, ser freak. “Freak me, baby” te diría, sin temor a ser asustado. Se desvía de los ojos –por donde entra la belleza– para entrar por las tripas.
Esto queda claro cuando ves la televisión o el feed de tu red social favorita, allí tienes millones de ejemplos mainstream de lo grotesco.
Los grabados de Jacques Callot de 1622 muestran con gran acierto, que el animal que somos –visceral y primigenio– adora la burla y la sorna, más si le sirve para retratar la supuesta perfección burguesa, o sus propias inmundicias plebeyas. Todo ello, con el deseo de participar del acto grotesco de la apariencia y lo aparente.



Es importante aclarar: lo feo es distinto de lo grotesco. Ambos coinciden en el desvío del canon, de la gracia –pero es el segundo– quien no aspira a cumplir con nada ni nadie. Lo feo es en esencia, incompleto por su alarde de querer ser algo que no contiene, que no puede llegar a ser. Vamos, el quiero y no puedo de toda la vida.
Entre caricaturas inocentes y pesadillas terroríficas, en 1565 aparecieron los grabados de François Desprez, en el fascinante libro “Los divertidos sueños de Pantagruel”, una colección de personajes carnavalescos que no temen defecar, vomitar y exhibir su sexualidad ante tus ojos, al contrario, esto forma parte de su identidad.


Comer, beber, fornicar o defecar reúne a los individuos en la participación «anónima», enmascarada, en el cuerpo popular, el cual carece de toda sanción –porque nos suma a todos y nadie queda juzgándolo–.
Luis Puelles Romero
La maravilla de lo grotesco es que se sabe decadente, corrupto, degradado y es, obsceno en detalles. Cohabita –y copula– con lo visceral, lo inapropiado. Sabiéndolo, tiene la capacidad de congregar, de reunir. Sale de la gruta para eso: juntar a los diferentes bajo un mismo acto o gesto.
El acto grotesco, me recuerda a cuando jugaba de pequeño a decir palabrotas. Hay algo de morboso en el hecho de decirlas, también muestran el gusto por los sonidos abruptos, rudos y ordinarios. Como el pedo o el eructo, que irrumpe en la sala y deja más de una risa atragantada. El acto es nauseabundo y aunque hiciéramos una onomatopeya, no es tan efectiva para la risa y la burla, como ese acto grotesco.
La belleza es sutil, elitista. Aunque pueda fluir sin esfuerzo, necesita cierta predisposición y receptividad para entenderla, para verla.
En la búsqueda de la belleza, se puede pasar por lo feo, o simplemente no llegar a lo bello.
Eso sí, siempre en un punto, se llagará a lo grotesco con más facilidad. Hay más caminos para llegar a lo grotesco y el resultado queda claro, para todo el que lo ve.
Veo a mi alrededor y pienso ¿Cuántas veces hemos llegado a lo grotesco creyendo que hemos alcanzado la belleza?
Palabritas y palabrejas escritas después de leer el libro “El asalto a la belleza. En torno a una estética de lo grotesco” de Luis Puelles Romero, editado por Maia Ediciones.
Más ilustraciones de François Desprez en el Flickr de la Asociación de Estudios Literarios y de Cultura, aquí.